De los cerca de 80 alumnos de 4º de ESO del instituto en el que he estado este curso, solo 4 estudiarán el año que viene Bachillerato Humanístico; muy pocos más pensaron en algún momento optar por ese camino, y esos pocos huyeron despavoridos (con sus padres en primer lugar) a la segunda hora de reflexionar sobre ello.
Esta misma semana, en el mismísimo Instituto Cervantes se podía leer un artículo sobre lo mal que escribían los estudiantes de Filología, en contraste con los de Traducción e Interpretación, los únicos custodios, al parecer, de las virtudes gramaticales y ortográficas del creador del Quijote. No muy lejos queda en el tiempo un comentario del ínclito conseller de Sanitat, de cuyo nombre no quiero acordarme, acerca de la inutilidad de estudiar Filología Clásica o cualquier otra carrera sin réditos económicos inmediatos (según la óptica neoliberal, claro, porque me parece que libros de Homero y Virgilio se han vendido un montón en los últimos siglos, más, diría, que los de Dan Brown o los manuales de autoayuda para brokers y empresarios agresivos).
En la práctica mayoría de centros de educación secundaria, este año las aulas de primer ciclo se llenaron de ordenadores de pantalla minúscula, el paraíso en la tierra para las ópticas. Soy de los que creen en las enormes posibilidades del uso de las nuevas tecnologías en clase y de los que ven en ella un posible aliado para los objetivos del profesor, no una molestia o un enemigo. Ahora bien, pocas de estas posibilidades se desarrollan cuando la gran innovación del asunto acaba siendo ponerles a los alumnos unas actividades autocorrectivas que crean en ellos la ilusión de que aprender es, como chatear por el feisbuc o bajarse vídeos de Youtube, un proceso inmediato, fácil y siempre divertido, técnico y automático en última instancia, del mismo orden del mero acto de darle a un interruptor para que se encienda una lámpara.
Por otra parte, a los profesores de esos alumnos llevan años pidiéndoles rendir cuentas en forma de programaciones donde los procesos aparecen siempre tecnificados y automatizados (tanto es así, que solo hace falta comparar diez programaciones de centros distintos para comprobar cómo la mayoría de ellas contienen no solo los mismos apartados, sino también en el fondo los mismos contenidos y la misma esencia, o falta de ella), amén de pedirles todo tipo de documentos administrativos bajo el nombre de una supuesta renovación y calidad de la enseñanza cuyos únicos frutos son la burocratización creciente de esta, la conversión de los maestros y profesores en técnicos de la educación.
¿Por qué cito estos ejemplos (que fácilmente podría acompañar de otros semejantes)? Todos tienen un punto en común, la letra de su música está muy clara: en la sociedad actual, las Humanidades y todas las capacidades y competencias a ellas ligadas están no solo de capa caída, sino en franco retroceso. O tecnificas las Humanidades, parecen decir los consellers y especialistas de turno, o tienes el fracaso asegurado. Se dice muy a menudo que los alumnos de la ESO no aprenden nada, que no hacen nada en clase; mi experiencia es ligeramente distinta, sin embargo: veo a chavales a los que se pide que aprendan un montón de datos para convertirlos en grandes técnicos de la materia de turno, pero muy rara vez he visto a estos alumnos capacitados para usar la razón crítica, ser capaces de discutir libre y reflexivamente sobre la vida moral, cívica y política en general. Y, no nos engañemos, quien no es entrenado para usar la razón crítica se convierte en fácil pasto de ideologías facilotas a la par que nefastas y de ideas preconcebidas; algo, por supuesto, que no parece preocupar lo más mínimo a quienes detentan el poder. En las aulas veo a adolescentes (ahora acompañados del miniordenador) a los que se prepara, hasta el límite del estrés (la irracionalidad del horario escolar daría para otro artículo tan largo como este), para ser buenos técnicos el día de mañana, nunca (o casi nunca) para ser ciudadanos libres de una sociedad verdaderamente democrática. Cuando he intentado meter en mis clases la política como quien no quiere la cosa, he visto alumnos asombrados, que agradecían que por fin se les permitiera atisbar ese mundo, y también he visto muchas caras de desinterés. Esto, profe, no es útil y por tanto no merece la pena pensar en ello, dirían emulando al conseller de Sanitat sin saberlo. Como tampoco es útil intentar actualizar, hacer viva una época histórica o literaria del pasado, viviendo como vivimos en una suerte de eterno presente donde todo lo anterior a la invención de Internet pertenece al ámbito prehistórico, indigno de interés y reflexión.
Contra esta tendencia, no obstante, se puede (y se debe, diría) luchar desde las aulas, con la esperanza de que, como toda tendencia, tenga no solo un principio sino también un final. Es una lucha verdaderamente quijotesca, que en este caso particular intenta realizar un ignorante e inútil licenciado en Filología (quien firma este artículo tan lleno de faltas según el Instituto Cervantes), acompañado de muchos otros tozudos que se niegan a creer que educar ya no sea formar a futuros ciudadanos ilustrados, darles las herramientas tanto para saber resolver problemas prácticos (como todo buen técnico sabe hacer) como para, sobre todo, poder aspirar a una vida virtuosa, libre y feliz en la medida de lo posible. Porque, tal y como creo que una vida vivida sin atender a lo que a uno lo apasiona no es una vida vivida realmente, sigo convencido de que si la escuela no sirve para formar a verdaderos ciudadanos (algo que ningún Informe PISA puede evaluar), sino futuros especialistas mecanizados, no sirve para nada. Bueno, perdón, sí sirve, y mucho… para los intereses y la mentalidad del conseller de Sanitat, de los directores de compañías de móviles, de los especuladores que reciben premios por haber enviado al carajo un buen número de países civilizados y de todos los que bailan al son que marcan estos. Un son lleno de diversión y de clics automáticos que nos llenan de información que no hace falta siquiera interiorizar (una molestia menos), y bastante vacío de palabras.
Al fin y al cabo, eso debe de ser la felicidad, pienso al contemplar cómo mi perro es feliz cuando de forma automática, sin necesidad de reflexión alguna por su parte (pobrecito si se la pidiera, claro), sus deseos inmediatos reciben satisfacción inmediata, dentro de un eterno presente digno del mejor plan educativo de la actualidad.
Ah, y por cierto: mi perro, gracias a esos procesos que lo confirman en su presente inmediato, suele mostrarse obediente y sumiso ante las premisas e intereses de sus amos.