lunes, 6 de octubre de 2014

TALLER 1º ESO: PRIMER CAPÍTULO DE DAVID COPPERFIELD

                                                                                                                                                                     
                               NAZCO

Nací en Blunderstone, en el condado de Suffolk o en sus inmediaciones. Fui hijo póstumo. Cuando mis ojos se abrieron a la luz de este mundo, hacía algo más de seis meses que mi padre había cerrado los suyos. No sé qué extraña preocupación me domina al pensar que mi padre no me vio. Cuántas veces me sentí dominado por una compasión indefinible al pensar en aquella pobre tumba olvidada en la soledad del cementerio, en una noche oscura, mientras que en nuestra salita había tanto calor y tanta luz. Era, para mí, muy duro dejarlo allá lejos, y cerrar cuidadosamente nuestra puerta.
La persona más importante de nuestra familia era una tía de mi padre, tía segunda mía, miss Trotwood o miss Betsy como la llamaba mi pobre madre cuando se permitía nombrar a tan terrible persona. Miss Betsy se casó con un hombre más joven que ella, muy buen mozo. Se sospechaba que cierto día intentó súbita y violentamente lanzarla por la ventana de un segundo piso. Miss Betsy se decidió a darle dinero para que se marchara después de aceptar una separación amistosa. Marchó a India con su capital. Diez años después recibió miss Betsy la noticia de su muerte. Tengo entendido que mi padre fue el preferido de ella, y miss Betsy nunca le perdonó su casamiento, con el pretexto de que mi madre no era más que una muñequita de cera.
Así estaban las cosas en aquel memorable e importante viernes. Mi madre, mal de salud, se había sentado junto al fuego. Pensaba, esa mañana clara y fría de marzo, en que tal vez sucumbiría en aquella prueba que le esperaba: el pobre huérfano que iba a recibir el mundo tan poco gratamente. Al levantar los ojos para enjugar las lágrimas, vio que llegaba por el jardín una mujer a quien no conocía. Al fijarse en ella tuvo el presentimiento de que era miss Betsy. En vez de llamar a la puerta, se plantó delante de la ventana y apoyo la nariz fuertemente contra el cristal. Mi madre se levantó rápidamente y fue a ocultarse en un rincón, detrás de una silla. Miss Betsy, después de pasear lentamente la mirada por toda la habitación, vio a mi madre y le hizo señas con modales bruscos para que le abriese la puerta. Obedeció, le abrió la puerta y la invitó a entrar.
—¿Mistress David Copperfield, supongo? —dijo miss Betsy.
—Sí —respondió afablemente mi madre.
—Soy miss Trotwood —añadió la interesada—. Supongo que usted habrá oído hablar de mí.
—Desde luego —respondió mi madre.
—Pues bien: ahora me ve usted —dijo miss Betsy.
Se dirigieron a la habitación que mi madre acababa de dejar. Se sentaron, y miss Betsy guardó silencio. Mi madre, después de haber hecho inútiles esfuerzos para dominarse, se echó a llorar.
—Vamos, vamos —dijo miss Betsy—. Aproxímese a mí. Quítese la gorra, niña. Déjeme verla. Pero si no es usted sino una niña —agregó una vez que mi madre hizo lo que le pidiera—. Pero ¿por qué llamarla Rookery(1)?
—¿Habla usted de esta casa, señora? —preguntó mi madre.
—Sí. Deberían haberla llamado Cookery(2)...
—El señor Copperfield prefería ese nombre —respondió mi madre.

                                                                                 
Como el viento del atardecer y los viejos olmos producían tanto ruido al agitarse, miraron hacia ese lado. Viejos nidos de cuervos, casi destruidos por los vientos, se balanceaban en las ramas superiores.
—¿Dónde están los pájaros? —preguntó miss Betsy.
—Nunca los he visto aquí —dijo mi madre.
—Cosas de David Copperfield. Es muy suyo llamar rookery a su casa cuando no hay ni un cuervo en sus alrededores...
—Mr. Copperfield ha muerto —replicó mi madre—, y si usted se atreve a hablar mal de él...
Mi madre, creo, tuvo la intención de abalanzarse sobre mi tía para estrangularla, pero apenas se levantó de la silla renunció a ello. Volvió a sentarse humildemente y se desmayó. Cuando volvió en sí, vio a mi tía delante de la ventana. Sólo el resplandor del fuego permitía que se distinguieran una a otra en la oscuridad.
—Tome un poco de té. Le hará bien. Y a propósito, ¿qué nombre le dará a la pequeña?
—Pero si aún no sé si será niña —dijo mi madre.
—Que el buen Dios bendiga a esa niña —exclamó miss Betsy.
—¡Peggotty! —llamó mi madre.
—¿Quiere usted hacerme creer que una mujer se llama así? ¡Aquí, Peggotty! —gritó—. Su señora está delicada. ¡No tarde!
Peggotty, la aludida, venía con una vela en la mano, estupefacta por aquella voz desconocida. Miss Betsy volvió a sentarse, colocó los pies sobre los morillos, con su traje levantado y sus manos cruzadas sobre las rodillas.
—¿Usted era huérfana, verdad? —le preguntó a mi madre.
—Era auxiliar de aya en una casa que frecuentaba el señor Copperfield. Me dedicaba muchas atenciones, y me solicitó por esposa. Le dije que sí, y nos casamos —respondió ella con sencillez—. Sé muy poco de gobernar una casa. Mucho menos de lo que debiera saber...
Y mi madre reanudó su llanto a más y mejor.
—Vamos, cálmese. No empiece otra vez. David colocó su fortuna en renta vitalicia. ¿Qué hizo por usted?
—Colocó parte de esta fortuna a mi nombre. Cien libras esterlinas.
—Menos mal —dijo miss Betsy—. Pudo ser peor.
Peggotty, que acababa de entrar llevando el té, de una ojeada se dio cuenta de que mi madre empeoraba, y la condujo de inmediato hasta su dormitorio. Después mandó buscar al médico, a la asistenta y a su sobrino Ham que, sin saberlo mi madre, tenía oculto en la casa desde hacía varios días. Cuando llegaron se sorprendieron al encontrar sentada frente al fuego a una dama desconocida. Peggotty ignoraba quién era esa señora, pues mi madre nada le había dicho. Betsy estaba ocupada en atestar sus oídos con algodón. El médico subió al dormitorio de mi madre. Después bajó, decidido a atender a aquella señora. Era un hombre sencillo y afable: cuando tenía que pasar de una habitación a otra, se deslizaba de costado para ocupar el menor espacio posible. El señor Chillip, que así se llamaba, saludó a mi tía.
—¿Se trata de una irritación local, señora? —preguntó.
—¡Qué bestia! —exclamó tía Betsy y se tapó rápidamente una oreja.
El señor Chillip se sentó y observó tímidamente a mi tía, hasta que fue llamado al lado de mi madre. Después de un cuarto de hora volvió.
—¿Y bien? —preguntó mi tía.
—Avanzamos, señora, avanzamos —respondió el médico.
—¡Bah! —dijo mi tía despectivamente.
Hacia la medianoche, el médico se deslizó en el comedor, y dijo a mi tía en tono afable:
—Considero que ya puedo felicitarla a usted.
—¿Y cómo sigue ella?
—Dentro de poco tiempo se encontrará perfectamente.
—Pero ella, ¿cómo sigue? La niña, ¿cómo está? —preguntó mi tía.
—Señora, me figuré que ya lo sabía. Es un niño...
Mi tía no dijo una sola palabra. Cogió su sombrero, lo lanzó, como una piedra disparada desde una honda, sobre la cabeza del señor Chillip, y después, todo abollado, se lo colocó en la cabeza. Luego salió de la habitación. Y no volvió a entrar.
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Rookery: En Inglaterra, colonia de cornejas que anidan y se multiplican en los árboles de las avenidas de los castillos. Se las considera como testimonios vivos de la antigüedad aristocrática del dominio.
Cookery:  o cocinera, en español.