Lee el siguiente texto y responde a las preguntas del cuestionario que aparece a continuación:
Aquella tarde desplegué ante mi abuela todo un abanico de catástrofes de las que
podría salir indemne gracias a un teléfono móvil: el derrumbe de su casa, un secuestro, una
inundación e incluso un holocausto nuclear. Acabé de convencerla cuando le hablé de
aquellos excursionistas que se perdieron en la sierra en mitad de una ventisca y fueron localizados gracias a los móviles. Aquello la decidió aunque, por supuesto, mi abuela «no» había
subido al monte en su vida, y había pocas posibilidades de que emprendiese ninguna aventura alpina en un futuro cercano. Se quedó con el teléfono, y unos días después no sólo
había aprendido a manejarlo, sino que incluso pidió a uno de sus nietos más jóvenes –mi
primo Juanfra, un adolescente que parece salido de una teleserie americana– que se pasase
por su casa para enseñarle a mandar mensajes SMS. Juanfra nos contó que la abuela era
bastante habilidosa con el teclado, que había aprendido enseguida y que le había soltado
treinta euros de propina. Cuando, al día siguiente, nos llegó un mensaje de ella que decía
«Qreis Kmer Kmgo prxmo sbd?», todos estuvimos de acuerdo en que Juanfra era un excelente profesor, y la abuela, mejor alumna de lo que habíamos pensado.
El caso es que la mujer se aficionó a usar el móvil, hasta el punto de que llegó a decirme que no entendía cómo se las había apañado durante ochenta y cinco años para sobrevivir sin él. Le cogió gusto a lo de llamar desde la calle, y había veces que nos telefoneaba
sólo para comentarnos que acababa de cruzarse con una amiga, o que había rebajas en tal
o cual tienda.
Marta RIVERA DE LA CRUZ, Llamada perdida
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